domingo, 18 de abril de 2010

Filosofía y Sociedad mexicana: Jorge Portilla

JORGE PORTILLA.

LA FENOMENOLOGÍA DEL RELAJO.

Luces quiere Jorge Portilla. Se concentra para alcanzar y fortalecer su lucidez, siguiendo una misión de todos y especialmente de los filósofos. Pero quita la cáscara. ¿Qué hay debajo de las capas de la cebolla? Lo sabrá el ensayista a la vez que la comunidad, junto al Otro, gracias al diálogo que no cesa y avanza. ¿Qué puede encontrarse? Acaso la misma comunidad. Portilla lo sabe, tanto como sus compañeros del Hiperión. La filosofía cumpliría “una función educadora y liberadora”. Lejos de la técnica y en busca de la luz el ensayista Jorge Portilla quiere sumarse, desde su propia experiencia vital, a la común “función de promover la razón en una sociedad determinada, de poner claramente ante la conciencia colectiva el fundamento último de su pensar, de su sentir o de su actuar”.
El revuelo de la palabra.

Hay que poner a circular palabras, intercambiarlas, esclarecer sus significados. El escritor Jorge Portilla sabe que las palabras tienen un valor específico que no debe perderse, una fuerza que no puede relajarse. Las palabras no solamente quieren decir algo sino que dicen muchas cosas, de hecho, y cambian nuestra mirada a las cosas, nuestra interpretación de ellas y de los demás, nuestra percepción propia, en continua mudanza o firme luego de una precisión que puede señalar un destino. Las palabras, dice Jorge Portilla, cambian la vida. ¿Pero de veras pueden cambiársela a todos? Portilla debe haber pensado que no. En la situación que se define negativamente (la no-situación que es el relajo) las palabras perderían no nada más su sentido original o sus significados probables sino todo significado. En el relajo se suspende la comunicación, mengua hasta eclipsarse la luz primera del lenguaje, al romperse o lacerarse hasta su núcleo la situación primaria. No es extraño que hable luego Portilla de los gestos o que dé tanta importancia a la actuación de Cantinflas, el “gran mimo” como lo llama con palabras que llegarían incluso a ser algo parecido a un sello publicitario. Las palabras tienen una carga especial. Lo sabe el que las profiere y el que las recibe. Pensemos, más allá de lo que escribe Portilla, en los insultos. El que injuria cuenta que es muy probable que lastime a su adversario: no importa que tenga razón o no, que sepa algo vergonzoso del otro y lo revele o le revele al otro que lo sabe, sino que posiblemente mine el valor, la estima del injuriado ante los demás. De todos los mandados diariamente a chingar a sus madres muy pocos, si no es que ninguno, podrían cumplir la orden. Lo que cuenta es que su imagen ha sufrido deterioro, no la de sus madres (que muy probablemente los rechazarían). Ha bastado una palabra clave, revista ya a partir de El laberinto de la soledad, y, por cierto, portadora de una idea nada lejana a la dicha por la expresión injuriosa inglesa fuck, de la que podría pensarse igualmente que alude, aunque sea de modo indirecto, a la rajada, la hendidura, la falta de hombría. No deja de ser extraño, de paso hay que decirlo, que no se haya atendido a esta analogía más que probable. Y está bien acudir al ejemplo que cita Jorge Portilla, acorde enteramente con su circunstancia: “Yo no puedo ser el mismo antes y después de saber que me es aplicable, con sentido, la designación de ‘pequeño burgués’”. Aquí no hay insulto, apelación al mundo emocional, puesta en ridículo, lesión de la autoestima. Hay sencillamente un apunte preciso, una alta posibilidad de justicia de una definición. Precisamente lo contrario a lo que ocurre con la injuria (al menos si se olvidan aquellas palabras, de unos años después, que han sido atribuidas al escritor Salvador Elizondo: “No te estoy insultando. Te estoy definiendo”). La injuria no pretende tanto la verdad de los hechos cuanto la de su propia eficacia. La designación más o menos puntual de las condiciones de un individuo tal vez ofenda (lo cierto es que llamar “pequeño burgués” a alguien llegó a convertirse en ciertos medios en una suerte de ofensa pretendidamente culta, dicha desde la pureza ideológica y la comodidad de la conciencias) pero a todas luces no es más ni menos que una interpretación neutra, de pretensiones objetivas. Aun así influye en aquel individuo: uno es otro luego de ser nombrado, luego de ser situado, puesto en su lugar. El no-lugar es precisamente donde nace el insulto, es decir la negación del intercambio. El cruce de injurias ocurre en una comunidad rota, literalmente corrompida. Portilla se sitúa en el crucero de las palabras, en el diálogo, donde las palabras dicen y se entienden, se interpretan. Saltan de lugar a lugar ganando vuelo y fuerza, peso. De lugar a lugar: tal imprecisión sucede en el campo de la libertad. Portilla se ha colocado en el plano de coordenadas trazado sobre todo por Jean-Paul Sartre. En ese campo la palabra tiene poder, un poder que viene de los otros, que me sobrepasa, me aleja de mí mismo y que aun a costa de mí mismo me define al menos parcialmente, un poder que me distancia y por eso mismo hace posible una nueva mirada de la que nacerán nuevas decisiones, nuevas interpretaciones, una historia diferente, una comunidad distinta de la que conocí y en la que todavía me encuentro. “La palabra”, escribe Portilla, “puede arrancarme del magma de la situación y permitirme actuar en sentido contrario a las corrientes objetivas de fuerza que emanan de ella: en sentido contrario al hábito psicológico, a la tradición, al interés de clase, etc.” ¿Y quién tiene la palabra? Fundamentalmente los hombres que practican dos quehaceres: la poesía y la filosofía. No otra cosa pensaba ya Ramón López Velarde en nuestro siglo XX a la luz de la revolución maderista y en las tinieblas de su posible disipación, como vio con agudeza Emilio Uranga. López Velarde se refirió a la necesidad de que surgiera el pensamiento que precisara los núcleos y los cauces de la patria nueva, y alrededor de treinta años después Uranga trataría de mostrar, entre otras cosas, que aquel pensamiento estaba en germen, o de hecho era ya presente. Portilla se refiere de modo explícito a la condición definitoria del filósofo: su ejercicio con el “logos”, su contacto con él, su despliegue. El “logos” lleva a la verdad, en un sentido que acaso rebase el de la objetividad para situarse en el de lo auténtico, es decir en el plano moral. En estas coordenadas viaja Jorge Portilla, que dice, con “pasión [apenas] contenida”, en efecto, que “la verdad me hace libre, y tal vez el sentido último de toda filosofía auténtica sea esta operación liberadora del ‘logos’, y no la falsificación de un armazón de conceptos como espejo de la realidad”.

Si no es posible dar con una hipotética e ilusoria “esencia” de lo mexicano, es enteramente factible en cambio hallar las pruebas de los intentos necesariamente fallidos y falaces de su encuentro. Hacia mediados de siglo Jorge Portilla, como su amigo Uranga y otros integrantes del Hiperión, se da cuenta de que la filosofía debe dar cuenta y razón –como diría Juan David García-Bacca al traducir el concepto “logos”– del “sentido de nuestra historia” a la luz de su propia naturaleza y de su situación en el mundo, en “la historia universal”. El asunto no era sencillo. Como ha recordado Luis Villoro la filosofía mexicana del momento tenía tras de sí una tradición pobre y escasa, de lecturas de segunda mano (comentaristas o traducciones más que dudosas) en casos abundantes. “Nada parece más necesario en México que esta acción liberadora del logos” apunta Portilla al tiempo que sabe que muy poco es tan difícil de alcanzar. No sólo había que comenzar las búsquedas, apoyados por los nuevos aires que traen a México los profesores exiliados españoles, sino que subir una cuesta empinadísima y llena de escarpas. Poblada de falsificaciones en el campo de la cultura popular. La modernización de aquel México alemanista necesariamente era superficial y estaba mucho más al servicio de los grandes capitales que de los habitantes comunes y corrientes del país, a los que les llegaban los productos a través de viejos cartabones. Las indagaciones al uso eran meras tautologías. Se hablaba de una mística de la tierra, se exaltaban los valores patrios, el cine –en los meros años de su llamado esplendor– era una ventana abierta a través de la cual el espectador podía ver lo que ya sabía pero enmarcado entre ribetes dorados y sobre un fondo melodramático. Del autoelogio a la autodenigración no había más que una taquilla. El cosmopolitismo que debe acompañar a toda modernidad era a la vez una amenaza y terminaba reduciéndose al expediente más inmediato y de mayor rentabilidad: el espejismo americano. Si López Velarde invoca el surgimiento de un pensador para que dé con el sentido de la patria nueva, en pleno comienzo de las innúmeras fiestas de las balas, Portilla piensa que él y sus colegas tendrían que hallar el camino mexicano en medio de un marasmo relajiento, de una inercia que llegaría a un despeñadero, de un país que no retrocedía a las condiciones de las primeras décadas del siglo pero que sin duda se desviaba o dejaba de pisar suelo seguro. El logos no se liberaría ni liberaría a México, pero al menos sí a Jorge Portilla, fiel a su destino de escritor y de filósofo. ¿Lo sabía él mismo? Muy probablemente, pero es claro a la vez que no cancelaba toda ilusión, que persistía cierta esperanza. La famosa “estabilidad política” mexicana parece una condición común de los textos acerca de la “mexicanidad”, de todos los textos, salvo del que dedicó al asunto José Revueltas. El ogro filantrópico contaba entonces con bastantes fondos para desplegar sus presuntas virtudes y ocultar su naturaleza sustantiva. No solía ponerse en cuestión la ausencia de democracia ni se columbraban los fracasos en zonas centrales, como la educativa. A los escritores, a los filósofos especialmente correspondía echar a andar aquel “cuenta y razón”.
Al reconocer los posibles excesos de la búsqueda emprendida por su grupo, Portilla lleva al campo del conocimiento la archifamosa idea de Alfonso Reyes: “La reflexión encaminada al establecimiento inequívoco del ser propio fracasa necesariamente. El individuo como tal es inefable y la única vía del conocimiento individual es el conocimiento universal”, escribe advirtiendo límites y procedimientos. No fracasan sólo por su tono, puede uno pensar en consecuencia, mucha de la literatura del momento (orientada a la idealización del trabajador o del indio) o el cine mexicano, por ejemplo, sino sobre todo por su afán de alcanzar lo real mediante la presentación precisamente de lo inefable. El individuo, el personaje, deja su lugar a un concepto, cuando no a la imposible encarnación de un valor, por lo que termina disipándose, borrándose o corrompiéndose. Es notable que con todo y esto, o gracias a esto justamente quizá, el personaje tenga efectos, influya en el espectador. La ficción triunfa, pero no como un juego de complicidades imaginativas sino como una claudicación. Se convierte en mentira. En el caso del cine claramente hay la intención de universalidad, pero ésta aparece tendida hacia la autoglorificación, la explicación no pedida, la reivindicación de un orgullo maltratado pero digno, es decir: tal universalidad es también una mentira. La filosofía terminaría en un punto análogo si anduviera el mismo camino. Portilla lo dice con exactitud: “No puedo ver ‘lo francés’ en estado puro, como veo estos árboles al otro lado de la calle, pero puedo verlo lateralmente como un estilo, como una atmósfera inaprehensible directamente, de los personajes y las acciones de una novela, de un tratado de derecho civil o de la obra de un filósofo”.
El relajo y otros
extremos
¿A qué le llamamos relajo hace unas décadas? Vale la pregunta porque ahora el vocablo tiene un aspecto levemente candoroso. Decíamos “echar relajo” en vez de “echar desmadre” y las mismas personas han dejado de ser “relajientas” para pasar a “desmadrosas”. La Real Academia Española prácticamente no distingue un concepto del otro, aunque a “desmadre” y sus derivados los entiende como formas coloquiales, es decir menos serias tal vez. Una idea acompaña a los vocablos: desmesura. Podría pensarse acaso también que el “desmadre” tiene un origen cada vez más olvidado: es, como en el caso de un río, lo que se ha salido de madre, no lo que no la tiene por una especie de maldad sino lo que la ha perdido, accidentalmente. ¿Podría en nuestros días un habitante de la Ciudad de México calificar el carnaval de Río de Janeiro, por ejemplo, como una serie de continuos “relajos”? Si lo hiciera así es muy probable que su afectación sonara ridícula. Tal vez éste sea un caso límite, y el carnaval tampoco sea una forma de desmadre sino sencillamente una fiesta, una juerga sostenida, un alejamiento programado de los horarios y de toda convención. El desmadre tiene más que ver con el reventón, que es, al menos parcialmente, a lo que alude Jorge Portilla. Palabra sorprendentemente eficaz: la idea de reventón puede “verse” en una gran burbuja vacía que explota de pronto, luego de un pinchazo solapado, intempestivo; y puede “oírse”, como palomas que estallan a la mitad de la clase de física, en la poblada tribuna tensa del estadio, en la nocturna calle solitaria. El reventado, como el desmadroso, como el relajiento, actúa a la sombra, a hurtadillas, guareciéndose en la oscuridad de preferencia, se distingue de los otros en su territorio y en su horario, domina un escenario al hallarse a sí mismo, perdido en los sueños de la realidad que se escabulle. Sin embargo, hay diferencias claras entre estos tres personajes. Son grados, niveles de lo que también se ha llamado “destrampe”. El relajo parecería aquí cosa de niños, linda con la inocencia, tiene tan sólo las pizcas necesarias de malicia para romper los equilibrios, suspender el vuelo parejo de la realidad establecida. Le viene bien la sonrisa, la mirada pícara, mejor, mucho mejor que la carcajada abierta, la risotada sin temple ni medida, y que el estruendo sostenido de quienes intentan ser engullidos por estruendos. En aquellos grados hay también muy claramente una diversidad de compromiso, de riesgo. En este punto hay que dar la vuelta a los conceptos: se trata más bien, y fundamentalmente, de modos de elusión de aquellos compromisos. Hay un sesgo moral en la base de las actitudes de quienes siguen estas conductas. El relajiento, en la actualidad, apuesta menos que los otros dos. Sus actos, por decirlo de este modo, son menos atrevidos, menos disruptivos. No provocan salidas ni roturas de madre, ni estallidos repentinos, aunque no deje fuera necesariamente algún estrépito. Se juega mucho menos que el desmadroso y su riesgo es infinitamente inferior al del reventado, que se ha puesto a sí mismo en el blanco de sus disparos.
Con los años ha cambiado la intensidad del relajo, y también su frecuencia. Visto por Portilla, el relajo tiene mucho menos diferencias con el desmadre que con el reventón. Una de sus notas mayores, definitoria, con todo, está en ambos polos: los dos comportamientos implican, tienden hacia la autodestrucción. En este punto es donde hila más fino el escritor. Portilla encuentra en el relajo tres elementos constitutivos: el desplazamiento de la atención; lo que el autor llama “una desolidarización del valor” que es propuesto a aquella misma atención, y por último las manifestaciones de los dos actos anteriores, la salida, el rompimiento, que pueden cursar por gestos o palabras y que son, en todos los casos, invitaciones lanzadas a los demás a que se sumen a esta nueva conducta negadora, a este discernimiento que, como luego se verá, no lleva a parte alguna. No es gratuito que Portilla emplee esa palabra fea: “desolidarización”. Ésta tiene una evidente carga moral, en un primer sentido relacionada con lo que se ha propuesto, lo que aparece como sustrato común ante cada uno de los sujetos que asisten a una congregación que será fracturada por el relajiento. ¿Un cambio de tema, la proposición de un asunto alterno?
Corrientes dentro de canales bien trazados y más o menos previsibles, los movimientos de la sociedad no suelen romper diques ni modificar sus cursos más que lentamente y “por debajo del agua”. El relajiento lo sabe bien, además de que su arsenal carece de pertrechos mínimos siquiera para concebir transformaciones mayores. En este punto Jorge Portilla ha dejado de ver un hecho cardinal: bien distante del ejercicio de la crítica –que supone en todos los casos una carga de seriedad–, el relajo cuyas capas va desplazando cuenta entre sus intenciones una negativa a un orden impuesto. Es efectivamente destructor ¿pero en nombre de qué? Portilla dirá que de nada, que nada constructor posee la actitud del relajiento, que nada la sostiene, ningún sentido la orienta. El relajo va de ninguna parte hacia la disolución de algo que ha sido impuesto. En esencia es absolutamente una actitud marginal, fraguada en las sombras, disparada en la situación de clímax del orden externo. Fuera de todo orden, o dentro de un orden espontáneo, cambiante, imprevisible, disparatado, el relajo no brota de una rebeldía consciente, asumida, no obedece a deliberación alguna, no busca poner esto en lugar de esto otro sino que pretende, si algo o mucho, borrar lo que aparece como resistencia, como bloque de contención, como ataduras o distractores de deseos no explícitos, propósitos que no incluyen un solo proyecto. El relajiento –vocablo, por cierto, que disgustaba a Portilla– no propone nada porque no quiere nada en un sentido positivo. Quiere disolver, terminar con una situación que le resulta impropia, ajena y terriblemente pesada, insoportable. Por eso se “desolidariza” del valor que le proponen los demás, o que le imponen. No es difícil pensar que el relajiento es una suerte de extranjero, en el sentido en que emplea el concepto Albert Camus: lo demás, la circunstancia, le es ajeno y no le dice nada. Pero el personaje de Portilla, a diferencia del de Camus, es activo, aun sin deliberación. Mientras Mersault asesina y es juzgado, el relajiento elude la responsabilidad, se desmarca de lo bueno y lo malo entre el gentío necesario para su acción. Aquel gentío no se enfrenta al otro, al que mayoritariamente se adscribe al valor preconizado, sino que trata de huir de él, delante de él, perdiéndose entre las luces o las sombras, el estruendo o alguna forma de lenguaje sin sentido. Ni el extranjero ni el relajiento sufren, aunque este último haga manifiesta su incapacidad de seguir soportando el peso de una situación para él absurda o cuyo sentido no puede convalidar. Por eso ambos se desolidarizan, se disgregan y en su separación hallan al fin el mundo que les corresponde: un mundo sin sentido, en el que pueden ir y venir sin más frenos que los meramente físicos o los de las convenciones elementales y de seguro insalvables.
En este otro mundo prevalece un lenguaje del non-sense. Las luces entre las cuales se fuga el relajiento tienen el poder de enceguecer a todos, de borrar todo contorno; las sombras dejan abiertas zonas por donde pueden colarse el estrépito, los gestos, la risotada, la murmuración corrosiva. El relajiento ha cancelado las palabras, aquel canal de comunicación privilegiado que encontraba Portilla, ha optado por el ruido, la falta de significación. A la retórica de lo establecido opone la retórica del sinsentido, hace imposible que los demás lo entiendan. En realidad, ha creado otro lenguaje, oculto, comprensible tan sólo y de manera espontánea por su gente, sus pares, sus seguidores a los que sigue naturalmente por una inercia que no aspira a creación alguna sino que se define por su inevitable caducidad. ¿Cómo no ver en esto un peligro real para los valores establecidos? Y en todo caso, ¿qué tan real es aquel peligro?
Podría llamar la atención que Portilla no extendiera su mirada hacia el mundo social con mayor detenimiento. Lo alarma el surgimiento del relajo como señal de cumplidas intenciones destructoras. Revisa cuidadosamente cómo la disolución del lenguaje común entraña una quebradura que afecta a todos, advierte, interpreta el relajo como una forma de renuncia, de deserción. Lo cierto es que no cuestiona los valores contra los que el relajo arremete. Es indudable a la vez que su ensayo encuentra sus límites en la literatura filosófica, y no pretende alcanzar las zonas de la sociología o la crítica política. Sin embargo, el ensayo es también, ¿sobre todo?, una crítica moral o el planteamiento de un asunto moral explícito y de primera importancia. De qué y por qué se deserta valdría la pena preguntar. Una primera respuesta es que de un orden de cosas, el de la seriedad en palabras de Portilla, que tiene un significado que oprime o que al menos resulta adverso, indeseable. Un significado concreto en su dimensión vasta y difusa, que es comprendido en la medida en que provoca una reacción. El que echa relajo renuncia a participar en una ceremonia que propone un valor inadmisible, que comienza con la seriedad. Que sólo comienza allí: tiene un fondo que es preciso no llegar a conocer, aunque previsible, unas consecuencias que niegan la raíz misma del relajo: la falta de sentido, la suspensión de responsabilidades, la ausencia de comunicación en tanto que ésta supone un compromiso, por mínimo que sea, con el Otro. ¿Qué clase de valor es este de la seriedad que oculta el dominio de otros valores? No hay duda de que Portilla lo encuentra positivo: lo serio es la condición primera de la vida en comunidad; hace posible el diálogo, abre los cauces de la libertad (lo que no quiere decir desde luego que Portilla olvide la importancia de la fiesta y sus significados, diferentes a los del relajo, que es clausura de todo significado valioso). En aquel plano literario filosófico Portilla no tiene necesariamente que entrar a la densa región de la crítica de los valores de la moralidad establecida por el poder. Es una lástima que se haya acogido a esta posibilidad y haya situado entre paréntesis aquellos valores y desechado aquella crítica. No hicieron algo distinto los demás integrantes del Hiperión, agudos críticos de la sociedad mexicana, observadores acaso demasiado puntuales en ocasiones pero sin falta también testigos desmemoriados de un juego de relaciones fundamental: el del individuo y la comunidad, y el de ambos y el poder. ¿Qué significaban aquellas serias ceremonias, la de la cátedra o la del discurso? Evidentemente algo que quedaba fuera del campo yermo de intereses del relajiento, quien por eso las hace estallar, suscitando carcajadas o simples desatenciones en cadena mediante la puesta en juego del lenguaje no significativo. Querían decir, a partir del valor en que se fundaban, que todo tiene una finalidad, que todo es una preparación hacia el reconocimiento reiterado paso a paso del sentido. Los relajientos, no lo olvida Portilla, no dispusieron de los elementos básicos de la crítica: ni los conocimientos bastantes ni la actitud objetiva (seria, en efecto) ni el ánimo de dar con la verdad. Para ellos la verdad era algo carente de valor, montados en un nihilismo reactivo y naturalmente estéril. De ahí la importancia de poner a circular fecundamente el logos. Pero, en la postguerra, en un nuevo intento mexicano de modernidad, bajo los aires del alemanismo, ¿era posible aquella circulación delante del logos sordamente implacable del poder? Jorge Portilla se atiene a su propia experiencia, no aleja sus límites. Piensa con razón que la sinrazón es una forma de claudicar pero deja de ver que el relajo podía ser, a la vez, una espontánea manifestación de inconformidad y una salida del todo explicable en un mundo en el que los mejores sentidos de la comunidad también se habrían perdido, y muy seriamente.
Al actuar, el relajiento no sólo actúa en contra del valor que se le ha puesto delante sino en contra también de los otros, de lo que hallan en aquel valor un vínculo esencial. Se va por otro lado, no por un atajo. No se despista sino se desvía. Toma un camino original o al menos claramente diferente. Uno que no va a parte alguna porque al que lo sigue no le interesa participar en la puesta en realidad del valor. Pero no puede coger esta vía alterna a solas. Como otro cualquiera, necesita a los otros. Lo notable de su comportamiento es el formidable acto de creación que realiza de un solo golpe. El que echa relajo, como los demás, es parte de una comunidad. Incluso lo es de un modo más intenso, impulsado con apremio, de un solo golpe, por un resorte de acción inmediata y fugazmente poderosa. El relajiento nace en una comunidad que se enfrenta a otra para romperla, en una comunidad minoritaria probablemente pero poseedora de un recurso: el del carácter intempestivo de su formación y su actuación, y siempre marginal: está del otro lado del valor. Digo que la existencia de la comunidad relajienta es fugaz porque en el caso de tornarse duradera perdería su carácter sorpresivo y tal vez también su condición marginal: el valor primero abandonaría quizá su exclusivo sitio principal para compartirlo con el nuevo, impreciso pero ya potencialmente al menos dominante. Al mismo tiempo aquella existencia no podría extenderse a causa de la falta en su seno de un valor que le dé cohesión y una fuerza distinta y mayor que la del mero primer impulso. Si apareciera tal valor se borraría la nota distintiva de la comunidad: la del relajo. Si no, la misma fuerza disgregante que brotó para acabar con la primera comunidad se orientaría contra los relajientos. Y terminaría ese relajo, como cuando concluye la hora del recreo.

En las antípodas
del relajo
Si la negación es la nota dominante del relajo, también lo es de su originalidad. Jorge Portilla desbroza el camino para dar con la imagen limpia de este comportamiento, alejándolo de otros que podrían confundirse con él o relacionarse imprecisamente. Continúa distinguiéndola de otros modos de rompimiento de la seriedad. Uno de ellos es el del humor, prenda prestigiosa especialmente en nuestros días, cuando muchos lo presumen con la mayor afectación o la mayor simpleza. En este tramo, al ligar y contrastar el humor y la ironía Portilla está en la plenitud de su obra. La Fenomenología se torna un prodigio imaginativo y un estilete asombrosamente preciso. Nada parece escapársele al escritor, el cual, sin abandonar la seriedad (que es tal, no solemnidad) incurre en esa región necesaria de la vida de cada uno y de todos entre sí. Lo primero: el humor y la ironía son dos fuentes de refresco de la convivencia y hacen posibles, al darles transparencia, los valores. No es que los valores surjan de la ironía y el humor sino que se vuelven visibles, aprehensibles en virtud de ellos. Portilla los tiende delante de su mirada para calibrar sus dimensiones y sus alcances y frente a la existencia. En tal sentido muestra que gracias al humor “el hombre está siempre más allá de sí mismo y de su circunstancia; cómo puede encontrarse en las situaciones más adversas y afrontarlas como si fueran hechos externos, ajenos, que no pueden alcanzarlo por completo”. El humor necesita una distancia o, más precisamente, es un distanciamiento. Pero un distanciamiento lanzado hacia la autenticidad. Es una actitud que manifiesta

El hecho de que la interioridad del hombre, su subjetividad pura, nunca puede ser alcanzada o cancelada por el hombre, su subjetividad pura, nunca puede ser alcanzada o cancelada por la situación, por adversa que ésta pueda ser; muestra que el hombre nunca puede ser agotado por su circunstancia. “Yo soy yo y mi circunstancia” decía Ortega y Gasset; para el humorista yo soy más bien yo que mi circunstancia.

Al haber elegido realizar solamente, si vale usar tal adverbio aquí, un análisis fenomenológico, Portilla no emprende un análisis útil de la expresión mexicana, en aquel tiempo claramente marcada por la solemnidad, que tanto ha afectado a las letras del país, si no es que a su vida entera. No es difícil pensar en que en la literatura nacional, o hecha por nacionales, el humor ha sido más bien un atributo escaso, raro. Son contados los escritores que pueden desmarcarse de la atiborrada región de lo solemne. Entre Julio Torri y, digamos, Rafael Pérez Gay hallamos muy pocos autores capaces de reír y hacer reír desde la seriedad más manifiesta. Destaco uno de ellos: Jorge Ibargüengoitia. ¿Cómo no pensar en él al leer a su tocayo Portilla teorizar acerca de este quehacer tan íntimo y tan dado a situarse en los márgenes al menos de la convivencia? Ibargüengoitia alcanzó un tono propio en virtud de su posición para mirar la realidad. Un tono de escritura que corresponde a un modo de mirar el mundo. Y ese tono y ese modo de mirar vienen dados por la distancia muy claramente. Obviamente sin pensar en el escritor guanjuatense, quien años después haría de él su propio objeto de mofa, Portilla parece dedicarle las siguientes líneas:

Sólo se puede hacer reír si se guarda distancia de aquello que se ríe. Un hombre en ciertas circunstancias puede resultar cómico para los demás, pero no para sí mismo (...) Mientras los otros ríen, él puede sentir vergüenza o dolor. Pero si es capaz de retroceder ante la propia situación y colocarse en actitud de espectador, puede reír de sí mismo. Al hacerlo, exterioriza su libertad-trascendencia. Esta capacidad de alejamiento es el humor...

Y sin humor queda cancelada la creatividad o, en otros términos, queda abierto el camino de la solemnidad, la que es igual a la distorsión o al empobrecimiento de los hechos mismos. Sin el humor la mirada del hombre se interrumpe o se acorta, se confunde, los signos de disipan, los contornos aparecen como única y borrosa realidad. La realidad, por su parte, permanece vacía, o está siendo vaciada de continuo, sin pausa, en un proceso que distancia al hombre de sus propias posibilidades. La ironía, que guarda una correlación con la seriedad “en el interior de la libertad y la responsabilidad” aparece contrapuesta al relajo. Éste entraña una suspensión que conduce sin obstáculos a la actitud irresponsable. La ironía funda una libertad proyectada hacia el valor auténtico; en cambio el relajo desvía, confunde, engaña, obstruye, ensordece y oculta los caminos de la libertad, para emplear la fórmula sartreana, cara a Portilla. El relajo es la reiteración de la negatividad, se guarece en el desorden para decir y mantener un no que cierra puertas. El humor manifiesta la libertad, al fundarla; aquella libertad en que se sustenta la responsabilidad. Mientras el relajo simula un traslado hacia la liberación, el humoroso y el irónico abren las vías hacia la responsabilidad del valor. Uno significa la práctica, impredecible, del sabotaje; los otros abren las posibilidades de esa práctica. Dice Portilla:

El ironista y el humorista guardan su unidad en la contradicción. El ironista es también un hombre grave. El humorista no carece de la clarividencia pesimista que el patetismo quisiera elevar a lo absoluto. Uno y otro conservan y superan algo de la actitud de sus oponentes. No niegan al otro absolutamente, sino que lo trascienden sin perder de vista lo que hay de válido en su actitud. Ironía y humor son negaciones que afirman; negaciones que se niegan a sí mismas en una afirmación ulterior. El relajo, en cambio, niega en bloque toda la situación y su fundamento mismo. La unidad del relajo depende de una negación totalitaria de lo otro.

Indígnense los actuales “fresas”, disciplinen sus furias. Portilla continúa su interpretación con ellos, a los que llama, de acuerdo con el momento, los “apretados”. Si el relajo destruye o niega la facultad de construir, la mera ausencia de distancia, de aquella actitud que consiste en partir de la seriedad para no tomarse demasiado en serio, opera de la misma manera. El apretado es en efecto el fresa de nuestros días. El que encuentra el valor no delante de sí, a su alcance o en posición remota pero deseable, sino en su seno mismo. Ni siquiera como una posesión: el valor es el apretado. El apretado encarna el valor, la Forma, la pura idea platónica. Portilla pone un ejemplo de lo más reconocible en nuestro tiempo aún: el de los funcionarios. La tos, el deseo, el paso, la fumada, el hambre, la palabra y los silencios de un señor que es funcionario no son representaciones de La Tos, El Deseo, etcétera, sino manifestaciones del hecho valioso: el funcionario que tose, que desea, que se aburre. Como un caracol, el funcionario (público o privado, daría lo mismo ahora) lleva su baba y su casa a todos lados: él sí es él mismo y su circunstancia, en un yo hipertrofiado, que morirá de asfixia, que parece balancearse en virtud del peso excesivo de su valor y sus bienes. El apretado mexicano, como el de todos los países, tiene todas las virtudes que hacen lucir: es elegante hasta el ridículo, es preciso hasta el defecto (piénsese si no en locutores como Gutiérrez Vivó que pronuncian la uvé como les dijeron que debería pronunciarse, y en contra del habla viva de la comunidad), ama los rótulos hasta identificarse con ellos, niega la capacidad del otro de aspirar a los valores, actúa, en resumen, de un modo análogo al del relajiento. Cancela los caminos de la libertad, al menos de la suya.
Del relajo al caos
Casi medio siglo pasa del momento en que escribe Jorge Portilla su Fenomenología al de la aparición de Los rituales del caos de Carlos Monsiváis. Los propósitos modernizadores del alemanismo alcanzaron sólo para modificar el escenario, devastar la Ciudad de México (el “todo México” del imaginario de los pensadores del medio siglo) y alterar la mirada y la sensibilidad de sus moradores, para los cuales el primer y el último horizonte vendrá a ser, de sopetón, la multitud misma que todo lo abarca, creadora del espacio de la masa como una única realidad reconocible y adaptadora y generadora de un nuevo lenguaje que irá expandiendo la región de su dominio hasta hacer de la jerga, el caló, el habla de la Onda un surtidor que llega hasta las antiguas y modernas zonas refinadas. En el área minúscula que ocupa, el nuevo chilango se torna esencialmente un espectador. Él mismo es su espectáculo y la imagen que deriva de sus desarreglos se incorporan y retroalimentan en el campo más vasto de la moda, de los estereotipos consagrados en la pantalla o las revistas del corazón o las estrellas a la mano. Los bares de ligue que reemplazan a las discotecs sesenteras que habían sustituido a los salones de baile de los cincuenta de ahora en adelante se conocerán como “antros” (lo que abre la posibilidad de que no falte mucho para que se los llame “tugurios”). Acierta Monsiváis: en nuestro tiempo un nuevo fantasma recorre el mundo (mexicano), el fantasma de la demografía. Se cancelan los espacios, y aquel miedo a ser tocado del integrante de la masa (Canetti) desaparece porque todo es contacto, mirada pegajosa, toqueteo aproximativo al aplazado ejercicio de la sexualidad, respuestas a preguntas que no formula nadie, presencias puras, apariencias donde toda distancia se difunde, se confunde. No nada más parió la abuela sino los nietos comenzaron a reproducirse. Se ha suspendido el tiempo, los jóvenes no envejecen, son o están siempre, son el motor de una historia que cuenta sus transcursos en un incesante juego de imágenes. Son los jóvenes del nuevo relajo, situados a la mitad del espectáculo. Practicantes irremisibles del consumo y objeto, presa de una industria que disfruta aquella doble cancelación: la del tiempo y la de los espacios. El pueblo, como prevé Monsiváis, se torna público, y el público no se contenta con lo que puede ver y oír. Como quieren los medios, las tribunas postmodernas atestadas de entusiasmos y delirios entre cada pausa comercial, el público no regatea su participación, cede los derechos de su “entrega”, consume su tiempo no sólo delante del televisor sino en plena pantalla o “en vivo” ante los ojos incapaces ya de asombros de los otros, prójimos ataviados de modo original e igualito a todos, rostros rayados de colores chillantes, pegajosos, como las rolas de los antros o las melodías de las estaciones radiales favoritas, el grafito como seña de identidad colectiva. El público ha llegado a su éxtasis. A la falta de espacios responde con el apiñamiento; a la falta de tiempo la reemplaza decretando la cancelación del tiempo. Una novedad en las ceremonias posmodernas: a la duplicidad de escenarios, el foro y la tribuna, corresponde el reconocimiento expreso de la masa. Monsiváis recuerda en alguna de sus crónicas notables las gratitudes del boxeador Raúl El Ratón Macías, que le debía todo a su manager y a la Virgen de Guadalupe, para formular una lista nueva en la que el énfasis cae en el negocio y el comercio. Hoy podría caber la precisión: el espectáculo rebasa sus naturales superficies y “el monstruo de mil cabezas” ha pedido también su parte no sólo como juez aplaudidor o silbador sino como elemento central de la noticia. Este nuevo papel del público, por lo demás, ha llegado a regiones inesperadas, como la de la política, donde no sólo se trata al potencial elector como consumidor de ofertas comerciales o factor del rating sino también aquel votante probable formaría sus opiniones de acuerdo con los índices de “carisma” o los niveles de popularidad de los candidatos, quienes se acercan a él (de algún modo hay que llamar a la comparecencia en el mercadeo de ofertas de bienes democráticos o modernizadores) luego de maquillar sus propias biografías, de borrar las cicatrices de alianzas o rupturas viejas, ajuareados para la gran fiesta de la historia donde, modesta, humildemente, han elegido el papel de pastor de la masa voluminosa que no tolera más desórdenes.
En el catálogo del orgullo maltrecho pero erguido de los mexicanos Monsiváis anota las desgracias emblemáticas, los augurios del apocalipsis diario (Sabines):

“somos”, ¿quiénes?, es una pregunta que nunca sobra, el país con la “ciudad más poblada del mundo”, y la más contaminada, la ciudad donde todo es tumultuoso (menos la asistencia a la iglesia los domingos, a las urnas en las elecciones intermedias, a un concierto renacentista en San Ildefonso, podría apuntarse), donde de milagro sobrevivimos, y todos los días para que no haya duda. Qué nos duran Calcuta o Santiago o Río de Janeiro. Al mínimo inventario podría añadirse otra prenda: la Ciudad de México es la más insegura del mundo, si no te roba el ladrón te atraca el policía, si no se suben a asaltar al micro, es que te asaltarán el chofer y sus canchanchanes. Y todo lo asimilamos, rápida y seguramente, y de pronto lo incorporamos a ese arsenal oculto de pregonadas aunque inconfesables riquezas nacionales. El Barrio Bravo de Tepito, cuna de aserrín de tantas glorias de nuestros encordados, es ahora centro de operaciones de los narcos, los fayuqueros, de carteristas o bolseadores que ahora andan en moto, “ahí, dicen, se surtía Paco Stanley”, “no me pela pero ya me dijeron dónde conseguir yonvina”, sitio guerrero en el que a la policía le toca (lo que se merece, ¿o no?), y causa de semioculto orgullo, de refrendo oscuro, impreciso pero indudable, de un sesgo de nuestro carácter nacional, tan inefable para los intelectuales que no conocen la mera neta. “Y le prendieron fuego a la patrulla porque los tirantes querían llevarse a la abuelita de aquel dealer”.

¿Qué otra sensibilidad moral, si alguna, nace y se transforma según los ritmos distintos, del danzón o la rumba al bolero, el rock o el hip-hop, de la pesada masa que ha tomado casi todos los espacios? Además de servir en la inducción de votos, las encuestas revelan cosas al menos en apariencia sorpresivas. Una lenta pero segura derrución de los prejuicios en torno de la sexualidad (merma de la homofobia, incipiencia del reconocimiento de la capacidad de elección y disfrute de la mujer, cancelación del valor mítico de la virginidad, derribe de los temas tabú en las conversaciones cotidianas entre hombres y mujeres y en las revistas, los diarios y los medios electrónicos, etcétera) no ha sido acompañada aún por la mengua del valor tradicional de la familia ni por el comienzo de la independencia ganada en el trabajo femenino. Es claro que el asunto corresponde típicamente a los de “larga duración”, es de raíces profundas y de gran alcance. Lo que llama la atención son sus manifestaciones inmediatas. En ningún nivel de la masa, ni en los círculos de poder económico, ha desaparecido la gran ilusión por la boda y su secuela de irremisible cursilería: la luna de miel. No es cosa que ataña sólo a los sectores conservadores típicamente sino que se extiende hasta los que permiten respirar aires más libres. ¿Qué animan los propósitos matrimoniales? La realización soñada, entrevista en una zona efectivamente melcochosa, de la fiesta inolvidable, la noche del baile de la Cenicienta, el cenit de la vida aún corta y perpetuamente feliz de la desposada, la novia que suscita alegrías, envidias, admiraciones al buen gusto, curiosidades nimias que son las que a final de cuentas animan la vida, en las que todos nos fijamos, o “¿a poco no? Los hombres son tan chismosos como las mujeres”. El individuo compacto en la masa maciza tiene, cuando sin remedio queda a solas, aunque sea un momento para comparecer ante sí mismo. Terminará eligiendo, Sartre nunca muere, y toma el camino de la masa, se adhiere, se protege, se anula en el seno vacío que hay debajo de la cáscara. Los novios se van de viaje. Los esposos se vuelven padres de familia. Tienen sus peleas y sus alegrías, atienden sin demora las exigencias mínimas y bienvenidas de los lugares comunes que a sus ojos siguen instintivamente, “¿las cosas son así, no te lo dije?”, y los niños pronto entrarán a escuelas para mejorar su español.

¿Dónde están todos los problemas? Fuera de la multitud. En ella, dentro de ella estoy seguro, pertrechado, soliviantado por mis propias fantasías que, tenía que ser, son también las de los otros. El lugar común, el valor dominante, está afuera y está adentro. En un sitio aglutina disciplinas; en el otro distiende voluntades sólo para hacerlas confluir en el origen. A falta de banderas, podría decir Carlos Monsiváis, banderines de mi equipo favorito: los Pumas de la gente “progre”, las Águilas de los que no han quedado convencidos de las maldades de la tele comercial, las Chivas de los fanáticos de ocasión. A falta de espacios por conquistar, duras búsquedas de salvaguarda de los espacios propios y el denodado ejercicio de la desmemoria. Tantas horas en el Metro, en el microbús, tanto manoseo, jaloneos cautos, tantas amenazas, tanto que ver y que comprar ante miradas distraídas y monederos y carteras flacos e insuficientes. El mundo es una cola larga, una ola de cuerpos que corren por canales, como agua aceitosa, en el subterráneo, una agobiada o resignada espera junto a otros en la esquina a ver si por fin, una deuda impagable que los anuncios comerciales cobran desde el anonimato o mediante los ojos y las piernas de la chica dorada o adorada, liberada, y qué piernas, y qué carajos, una violenta marea reventada en diques cada paso, un espectáculo donde sólo rótulos se ven: multitud, juventud, público, mexicanos de los tiempos de la apertura (¿cómo mantenernos cerrados cuando todo mundo se abre, cómo, en tiempos de la globalización: hay que aprovechar nuestras ventajas comparativas?), mexicanos al grito de una pequeña guerra diaria, una lucha menuda por darle su lugar justo al lugar común, el más justo de todos los lugares, aquí cabemos todos, y si no nos hacemos bolas y cabemos, o ¿qué no?, el lugar común que al fin comienza a ser reconocido. ¿Y si México no fue lo que pensábamos, qué importa? A final de cuentas, México siempre es otra cosa. “Ya lo dijo el surrealista Kafka”.

Un intento de definir a México: México es un país de grandes contradicciones vacías (el mercadólogo corrige: suena mejor “un país de contrastes”). Ergo podría proponerse que en México hasta el relajo es serio (lo opuesto rebasaría los límites de una explicación y una comprensión inmediatas, se opina de nuevo desde la zona novedosa del mercado). ¿Qué hacer cuando el relajo se ha vuelto cosa programada o inclusive programa de televisión? ¿Qué hacer cuando todo parece servir para la noticia (forma nueva del espectáculo) o el gran evento contradictoriamente calculado o para contribuir a los bronces y piedras del lugar común masivo? Por lo pronto, clausurar la imaginación para comenzar a percibir el tropel de imágenes. De vuelta a la tribuna: luego de colocar una tela con la efigie entre serena y enérgica del Che Guevara sobre una malla de alambre, los fans (los rostros en perpetua espera del éxtasis surcados por rayones de pintura del equipo favorito, los brazos desnudos y tatuados, las camisetas con el nombre y el número del ídolo) aguardan el comienzo del ir y venir del balón. Cantan un coro que sus semejantes entonan en los estadios argentinos y europeos, o algo parecido, pegan brincos, simulan un baile, vociferan, gritan, se asoman a la cancha y de pronto reconocen el gol de uno de los suyos. Entonces suben por la gradería que han dejado antes despejada, y bajan, y vuelven a subir, corriendo, organizadamente, relajientamente. No buscan nada. Festejan de este modo como podrían regocijarse de cualquier otra manera, se proclaman campeones del happening en ocasiones suspendido por las clases, las horas del traslado y el trabajo, las broncas de la convivencia diaria. Y el fanático reniega: el futbol es puro comercio, ya no hay el amor a la camiseta, los árbitros se venden, todo está arreglado, pero el fanático está de fiesta siempre que es posible, y espera el lunes y el martes y cada día que sea posible para recordarle al otro, el compañero de fábrica o de oficina, de banca o de cantina, su derrota, la paliza del domingo, el ridículo de sus favoritos. No hay juego sin enemigo, sin posibilidad de demostrar a todo el mundo que, al menos sobre el pasto verde, uno es superior a los demás, para dar constancia de que los otros son inferiores por naturaleza (y no sólo durante los partidos). El relajo de los fans se ha vuelto parte del juego mismo, más allá de viejas rivalidades deportivas y ahora en función del pesado orgullo de ser otra cosa, lo que no se es. Victorias vicarias, las futboleras se tornan fiestas negativas, ante el sigiloso júbilo de los patrocinadores, de los dueños del dinero y el balón que inclusive han imaginado con suerte el bautizo de aquella impostura redituable: El Jugador Número 12, mote del cuerpo de la masa que ha dejado de ser El Respetable Público. No viene ya la virgen de Guadalupe en auxilio del fan que se aprieta las manos en las tribunas antes de que el delantero mexicano lance el tiro penal, sino que se implora al azar, a ver si vence al lugar común.
Si para Jorge Portilla el relajo es excepción que tiende a extenderse, disrupción probable que tuerce caminos y suspende voluntades, en nuestros días ha quedado sólo en cosa de niños, cuestión de travesuras de colegio. Ahora el desmadre tiene sus horarios, sus lugares, sus atuendos, su música y acompañamiento. Nada se improvisa en los contradictorios eventos mexicanos. A las irrupciones policiacas las antecede un pitazo, a la comparecencia de un político acompañan el vocerío y el bostezo emblemáticos como parte de un ceremonial renovado y exangüe. El propio caos se ha disciplinado, y mientras las groserías del habla se vuelven cosa común y hasta bien vista, carta de presentación que revelaría actitudes liberadas, canal de franquezas que, ¿por qué no decirlo?, son necesarias para terminar con pura “pinche transa”, y para ganar popularidad. Si no tiene la solemnidad republicana, la informalidad, el vernáculo o posmo tono casual (a pronunciarse en inglés desde luego) funge como acta de reconocimiento de la masa y sus integrantes anónimos. Otros signos de la restauración del orgullo patrio: a falta de encuestadores o reporteros que a todos detengan en la calle, a la salida del Metro o del cine o en la acera, para tomar el pulso a la vida nacional, saber por dónde anda la mitificada opinión pública, los miembros de la masa habrán de conformarse con aparecer en los circuitos cerrados de las autoridades policiacas enfocados en los cruceros transitados, en las zonas de peligro mayor de la gran ciudad, con ser observados en los almacenes, los cajeros, las sucursales bancarias, los edificios importantes (privados o públicos). Un Big Brother ubicuo atenaza, amenaza y custodia la frágil posibilidad de participar en la noticia de los ciudadanos. ¿Qué posibilidades ofrece un mundo donde sólo se individualiza el que atestigua o sufre un siniestro? En este mundo el caos tiende al orden o el orden es devorado por el caos. Todo se contrasta, y el más exitoso y pudiente (en honor de los términos viejos) se estresa, asiste al psicoanálisis, se revienta, halla amparos momentáneos en fes de nuevo cuño. Y las viejas certezas se derruyen.
El relajo imposible
Donde el hedonismo convive sólo con los rigores necesarios para la más alta productividad o la elemental sobrevivencia el nacionalismo mexicano más parece una quimera que un ánimo fluyente. El placer niega toda trascendencia, menos la de la memoria y la de la imagen. En el rollo fotográfico o la cinta del video o los mecanismos cibernéticos, quedan reminiscencias inmediatas de los deseos cumplidos. “Ahí estoy, ese soy yo, ¿ya viste qué bien salí?, el de la camisa con un puma en el pecho, y mira, es Deyanira Alessandra, la que hace la v de la victoria”. Aspiramos a ser contemporáneos de todos los hombres, en efecto, pero sobre todo nuestros afanes se encaminan a hacernos contemporáneos de nosotros mismos, uno por uno, o en pareja. El chateo triunfa en virtud del culto a lo inmediato, y hasta puedes lucir tu sentido del humor. ¿Para qué esperar?
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¿Qué relación se establece Portilla entre la desmesura y el relajo?
1.-¿Cuáles son los tres elementos constitutivos del relajo?
¿Qué niega el relajo?
2.- ¿Qué tiene de consciente y qué propone el relajo?
3.- ¿De qué se desmarca el relajiento y cómo?
4.- ¿Por qué y cómo cancela las palabras el relajiento?
En relación al otro, ¿qué rehuye el relajiento?
¿Qué caracteriza a la comunidad relajienta?
5.- ¿Qué son el humor y la ironía?
¿Qué logra el hombre gracias al humor?
¿Qué diferencia se da entre la ironía y el relajo?
6.- ¿Qué tipo de negación son la ironía, el humor y el relajo?
7.- ¿Por qué el individuo prefiere perderse en la masa?
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¿Has visto esta actitud del relajo así como la describe Portilla?
¿Qué efectos crees que esta actitud ha tenido en nuestra sociedad?
¿Estas de acuerdo con Portilla?
¿Qué agregarías?
Elige los conceptos centrales de la lectura y exprésalos en un mapa conceptual.

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